La estación de tren de Miami parecía corresponder a dos o tres décadas atrás, o estar localizada en un pueblo remoto de algún país subdesarrollado. Se trataba de un edificio rectangular, de mediocre arquitectura, típica de ese tipo de construcciones utilitarias. El interior, que aparentaba no haber sido merecedor de renovación alguna en muchos años, tenía un aire algo deprimente. Todo en el daba la impresión de viejo. Carecía de los detalles modernos que se esperarían en un lugar como ese. Ni siquiera eran electrónicos los carteles que anunciaban los horarios de los trenes.
Al llegar a la estación aun conservaba una inasible sensación de inquietud, producto del contratiempo que había tenido con el taxi que me traía. Había temido no llegar a tiempo para agarrar mi tren, y también por mi seguridad, dado que tuve que cambiar de taxi en el medio del recorrido y en una zona no muy buena de la ciudad. Tome asiento en una de las incomodas sillas de la sala de espera a medio llenar y me dispuse a aguardar.
El tren a Nueva York estuvo disponible para ser abordado con relativa puntualidad. Un guarda en el anden le indicaba a los pasajeros a que vagón debían dirigirse, dependiendo de su destino final. Junto a la escalerilla del coche que correspondía a Savannah, otro guarda me indico que podía elegir mi asiento. Subí, seleccione un asiento junto a la ventana ubicado en el medio del coche, acomode mi equipaje de mano y me senté, dispuesto a emprender el viaje de 11 horas a Savannah, Georgia.
Cuando Belén me conto que debía viajar a Savannah para una convención de contadores, enviada por su trabajo, le propuse que aprovecharemos su viaje para pasar unos días visitando la ciudad, luego de terminado el evento. Siempre habíamos querido conocer Savannah, ciudad de la que habíamos leído elogiosos reportes turísticos y escuchado buenas referencias de amigos que la habían visitado. Además, ansiaba pasar unos días con ella, en una suerte de escapada romántica, apartados de las obligaciones cotidianas. Los últimos meses habían sido duros para ambos.
Belén había viajado tres días antes, en avión, para participar de su reunión. Yo había decidido llegar a la ciudad por tren, inspirado en cierto afán de aventura y en el hecho de que el viaje en avión exigía una escala, al no haber vuelos directos Miami-Savannah. La idea de una experiencia nueva viajando en tren por Florida y Georgia sonaba interesante. Mi expectativa era que el viaje en tren fuera placentero y descansado, y que formara parte de las mini-vacaciones que por fin mi trabajo me permitía tomarme.
Un compañero de oficina al que le había contado mis planes, me había advertido que su novia había tenido recientemente una mala experiencia viajando a Orlando en ese mismo tren. El viaje había sufrido innumerables demoras, en la salida y durante la travesía, por lo que había llegado a destino con considerable atraso. Dado que mi viaje era por placer, había decidido hacer caso omiso de ese comentario y estaba dispuesto a dejar pasar algunos inconvenientes de servicio.
Unas pocas personas más subieron al vagón. Se distribuyeron por el coche, siguiendo la regla de sentarse más o menos equidistantes unos de los otros. El coche estaba casi vacío cuando el tren emprendió la marcha, alrededor de las 9 de la mañana, con solo unos pocos minutos de retraso con respecto al horario anunciado. El viaje comenzaba bien. Tome una revista que había llevado como lectura para pasar el tiempo, y me dispuse a disfrutar del viaje.
El tren paso por las primeras estaciones, dentro del área metropolitana de Miami-Dade, Broward y Palm Beach, sin contratiempos y cumpliendo su horario. Unos pocos pasajeros subieron en cada una de ellas. Mi vagón estaba casi a medio llenar cuando la formación comenzó a transitar por la zona rural del sur de Florida.
Un guarda pasó anunciando que el coche bar estaba abierto, sirviendo desayuno, y decidí que era un buen momento para recorrer el tren y tomarme un café.
El coche bar contaba con amplios ventanales por lo que se podía ver el paisaje, una sucesión de praderas, bosques, plantaciones de naranjas y de tanto en tanto algún grupo de edificaciones. Solamente pedí un café con leche y un croissant y me senté en la única mesa que quedaba libre.
Cuando regresé a mi asiento ya eran las 11 de la mañana. Revise el itinerario del viaje, la próxima estación debería ser Sebring, adonde de acuerdo al horario deberíamos llegar a las 11:24. La siguiente era Winter Haven.
Tomé nuevamente la revista y me perdí en la lectura por un tiempo. Cada tanto miraba por la ventanilla. El paisaje seguía indistinguible.
Eran alrededor de las 11:40 cuando el tren comenzó a disminuir su marcha. Pronto llegamos a una estación. Busqué el cartel indentificador. “Sebring” decía. “Que bien, vamos prácticamente a horario. Ojala sigamos asi”, pensé.
El tren estuvo detenido unos pocos minutos y reanudo su marcha. Solamente un par de personas se habían incorporado a mi vagón.
Me dediqué a pensar con anticipación en los días que pasaría con Belén en Savannah. El tren continuaba su marcha, campos, bosques se sucedían. También cruzamos un rio.
El itinerario indicaba que a las 12:10 el tren debía llegar a Winter Haven. De acuerdo a mis calculos, dado los minutos de retraso que ya llevamos, estaríamos llegando a esa ciudad alrededor de las 12:30.
Pero esa hora pasó sin haber señales todavía de ninguna población cerca. El tren continuaba su marcha rápidamente. Sin edificaciones a la vista, el paisaje seguía siendo completamente rural.
Mientras me encontraba leyendo, un guarda ingresó en el vagón. Presté atención y lo observé decirle unas palabras a algunos pasajeros que se encontraban unos asientos por delante de mí. Luego, se aproximó lentamente hacia donde yo estaba y dirigiéndose a la pareja que se encontraba en el asiento del otro lado del pasillo y a mí, nos anunció que el tren se encontraba algo atrasado, y que no llegaría a la próxima estación en el horario establecido. La pareja pareció levemente sorprendida, como yo, ya que la demora se presentaba sin aparente explicación, dado que el tren había estado avanzando a velocidad normal durante el trayecto. Nos limitamos a asentir, dándonos por informados, sin contestar al guarda, que continúo su camino hacia la parte posterior del coche.
Tomé nuevamente mi revista y continúe leyendo, aunque con el paso del tiempo me fue costando concentrarme en la lectura. Pese a mis esfuerzos, la demora comenzaba a causarme una cierta inquietud. Durante un rato, intercale la lectura rápida de algunos artículos con periodos donde solo observaba el paisaje a través de la ventanilla.
Al cruzar nuevamente un rio, lo encuentro extrañamente familiar. Parecía ser el mismo rio por el que habíamos pasado un rato antes. Traté de convencerme de que eso no era posible. En ese tipo de paisaje, todo se parece. Miré a la pareja del otro lado del pasillo, como tratando de confirmar o desechar mi impresión. Se encontraban conversando tranquilamente.
Percibí que el guarda se aproximaba nuevamente, por detrás mío. Al pasar por mi lugar lo llamé y le pregunté cual era la situación. No me atreví a mencionarle mi impresión sobre el rio. Me contestó que la demora continuaba, y que no había un horario estimado para el arribo a la próxima estación, pero que no había nada de que preocuparse. Volví a la observación del paisaje, pero esta vez ya no casualmente sino con la intención de identificar alguna aparentemente anomalía, como la del repetido cruce del rio. Quizás influenciado por eso, me pareció notar semejanzas con territorios ya recorridos antes.
El episodio del taxi de la mañana retornó no casualmente a mi mente preocupada. Aquel había sido también un incidente extraño. Camino a la estación, bien temprano, mientras me encontraba distraído y algo adormecido mirando por la ventanilla del taxi, el mismo se detuvo bruscamente en seco. Miré hacia adelante, sobresaltado, pero nada parecía fuera de lo normal. Solamente se veía un camión que se alejaba rápidamente por la avenida, casi desierta a esa hora temprana. Le pregunté al chofer que ocurría. Me contestó que el taxi había sufrido una avería y no podría continuar, pero que no me preocupara porque él llamaría a otro taxi de la misma compañía para que me recogiera y me llevara a mi destino. Le contesté que como era posible que se hubiera averiado así tan de repente. El chofer no quiso (o no supo) contestar, solamente me volvió a pedir que no me preocupara. No insistí, pareciéndome inútil intentar conseguir una respuesta. Lo único que me interesaba en ese momento era que viniera el reemplazo lo antes posible para llevarme a la estación a tiempo para mi tren. El chofer hizo una llamada, aunque habló tan bajo que no pude entender lo que dijo. Al terminar la llamada, se dirigió a mí y me indicó que el taxi de reemplazo ya estaba en camino y que llegaría en unos pocos minutos.
Efectivamente, luego de aproximadamente diez minutos, otro taxi llegó y se estacionó detrás del vehículo averiado. El chofer y yo nos bajamos. Él retiró mi equipaje del baúl y se lo entrego a su compañero recién llegado.
A bordo del segundo taxi, el resto del recorrido a la estación transcurrió sin inconvenientes.
En estos pensamientos me encontraba cuando, esta vez sin lugar a duda, veo pasar nuevamente el mismo rio por el que habíamos cruzado varias veces. Mi sensación ya no fue de sorpresa esta vez. Tampoco me sorprendió cuando, a continuación, veo ingresar en el vagón a una figura familiar. El chofer del segundo taxi avanzo hacia mí y me dijo: “Hemos llegado”.
Volví mi mirada hacia la ventanilla. El paisaje rural había desaparecido. No se veía nada, solo el vacio.